Fernando Villaverde
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LLM 
Linden Lane Magazine Volumen 4 / Abril del 2004

Fernando Villaverde . Juegos de manos
"...todos comprendimos y volvimos la vista sobre el mago. Demasiado tarde. Desde su sitio nos contemplaba él con sonrisa ufana y bastante burlona, condescendiente, como diciendo no me hicieron caso. ..."


Juegos de manos

por Fernando Villaverde

Apenas había dado unos pasos por el aeropuerto cuando escuchó la conocida cantinela: “Por favor, no descuide su equipaje”, etc., esa advertencia de que cualquier valija sin dueño visible podrá ser requisada y destruida y que avisa en dos idiomas, aunque en la versión en español lo haga una voz de hombre mientras en el inglés la voz sea de mujer. Ha escuchado mil veces este consabido aviso en sus habituales viajes al aeropuerto pero esta diferencia de voces no le ha llamado nunca la atención; lo que sí pasa siempre por su cabeza es la curiosidad de si serán humanas. Tanto se parecen a otras que ha escuchado en infinidad de sitios, lo mismo tiendas que dependencias oficiales, centros de diversión o lugares como éste donde se reúnen multitudes, que reiteradamente se le ocurre, oyendo su monótona perfección, la posibilidad de que estos anuncios y tantas otras llamadas por el estilo que se escuchan por altoparlantes sean elaborados electrónicamente y que tras esas voces no haya un rostro sino un técnico que con unas teclas pone a hablar a los aparatos bajo su mando.

Se apresuró a incorporarse a la cola al ver que, contrariamente a lo que hubiese podido suponer, era ya bastante numerosa. La respuesta a su pregunta de si se ha puesto en fila donde debe, hecha a un hombre cuyo imprevisible e imponente abrigo le indica que de ninguna manera va a su mismo destino, le aclaró la sorpresiva aglomeración. La aerolínea, sin duda para ahorrarse empleados, aprovecha lo temprano de la hora para reunir en una sola fila a sus viajeros de los primeros vuelos del día; sin importar a dónde van, todos desembocarán en ese par de agitados empleados, un hombre y una mujer, que se esmeran en atenderlos aunque sin excederse demasiado en sus deberes. Procuran que la cola siga siendo abundante y que persista cierta indignación entre clientes tan mal atendidos; no quieren que una diligencia demasiado esmerada de su parte los lleva a verse solos una buena mañana ante una multitud igual, el día que la aerolínea, percatada de su efectividad, decida reducir a la mitad su nómina matutina.

Lo consoló constatar que la cola crecía tras él y que su prisa no había sido del todo inútil. De reojo vio colocarse en fila a un individuo cuya presencia enseguida le incomodó; el hombre, no sólo era bastante corpulento y le sacaba un buen tramo de estatura sino se apretujaba a sus espaldas, como si ese afán pudiera acercarlo más pronto al mostrador de la aerolínea. Si las colas lo han fastidiado siempre no es tanto por el rato que lo puedan tener de pie sino por hacerlo sentirse arrinconado, con una proximidad física a los demás que le es desagradable y se refleja en su hábito de quedarse de pie en los transportes públicos cuando no puede acomodarse a sus anchas en un asiento.

Súbitamente se puso de perfil, al sentir al hombre a sus espaldas cada vez más encimado sobre el; intentaba sacar así al cuerpo de su apretujamiento, liberarse del encierro que le imponía la impaciencia de quienes lo seguían en la fila, que con cada paso adelante se agolpaban y reducían la distancia que los separaba unos de otros, como si amontonarse les fuese a permitir descargar más pronto su asunto. Aprovechó el ladearse para lanzar una primera mirada a su agobiante seguidor y confiado en hacerlo con disimulo, pero fue descubierto; el hombre, cazando sus ojos al vuelo, contestó a su vistazo con una sonrisa y una pasajera inclinación de cabeza. Puede que fuese sencillamente amable aunque más bien se diría que buscaba conversación, que era una de esas personas a quienes las colas no molestan si logran amenizarlas con una buena charla. No le quedó más remedio que corresponder a la sonrisa aunque intentó hacerla lo bastante fugaz como para no alentar mayor comunicación.

De momento, las cosas no fueron a más. La cola siguió marchando muy despaciosamente y él calculó que, de seguir como iba y sin aparecer refuerzos tras el mostrador, le quedarían no menos de veinte minutos de espera con su maletín a cuestas, una valija cuadrada de color castaño rojizo que rozaba el límite de lo que se permite a los pasajeros llevar consigo en el avión. Con ella lograría un trámite rápido; ése es su único equipaje, el de mano, lo necesario para esos dos días de negocios en un lugar lo bastante caluroso como para no necesitar voluminosas ropas de abrigo a mediados de septiembre. Abrigo el de quien le precede en la fila, que como preparándose para su llegada a latitudes boreales lo lleva ya echado sobre los hombros y lo sofoca con este espectáculo ártico que ni el fuerte aire acondicionado del aeropuerto hace tolerable.

Curioso a fuerza de impaciencia, pronto dio un nuevo vistazo atrás a su seguidor y descubrió que éste se había colocado en los oídos los auriculares de una casetera portátil; al verlo con este artefacto volvió contra su voluntad su mirada hacia él una y otra vez; los auriculares y el aparatito, presillado a un bolsillo de la chaqueta, contrastaban de manera algo cómica con la abundante figura del hombre y con su aspecto, si no excesivamente serio por lo menos del discreto porte habitual en un hombre de negocios de unos cuarenta años cuando menos. No tuvo que observarlo demasiado para comprobar que esos auriculares colocados en los oídos, cosa de muchachos, lo hacían lucir infantiloide, tonto; peor, más de una persona que cruzase junto a ellos en el tumulto del aeropuerto y sin fijarse mucho podría considerarlo un retrasado, un idiota a quien la familia no se atreve a dejar suelto y al que entretiene con musiquitas para que tolere sin dar la lata la fatigosa cola.

Decidido a dominar su curiosidad, que lo impulsaba a buscar motivo a una actitud tan discordante, se situó otra vez de frente en la fila y se juró no volver a darse vuelta. En medio de esta batalla consigo mismo llegó al mostrador antes de lo esperado, cuando cuatro personas que tenía delante pasaron de golpe juntas a uno de los dos empleados, el hombre, despejando la cola con su cúmulo de maletas.
“¿Alguien lo ayudó a hacer su equipaje?”, le preguntó la empleada cuando le entregó su billete, a la vez que revisaba en la computadora su reservación.
“No llevo equipaje”, respondió, con un prudente gesto hacia su maletín de mano y esperando que la empleada no se empeñase, como pudiera sugerir su pregunta, en obligarlo a entregarlo como carga general en el avión.
“Ese”, le indicó la mujer, con una sonrisa amable que se acomodaba mal a la sequedad de sus palabras.
“Ese va conmigo”, respondió, elevando un ápice su tono.
“Sí, pero, ¿lo preparó usted solo?”
Contestó que sí, listo para lo que pudiera venir; nada ocurrió. La mujer prosiguió su cuestionario de rigor, averiguando si había conservado siempre a su lado el equipaje desde cerrarlo, siempre a la vista, y al decirle él que en todo momento, le entregó su pasaje y su pase de abordaje, deseándole el buen viaje de costumbre y dándole los datos sobre la hora y lugar de salida de su avión que, como era de esperar en días de tanto movimiento, partiría, le advirtió, con por lo menos media hora de retraso.

Una vez cruzada la zona de seguridad, con sus agentes y sus detectores de metales, y antes de llegar a la sala de espera frente a la puerta de su avión, que esperaba no demorase más allá de la pronosticada media hora, compró el periódico; más por tener con qué parapetarse de compañeros de asiento parlanchines o matar un poco el tiempo que por interés en leerlo. Se conoce bien y sabe que a diferencia de la mayoría de los viajeros, que encuentran en la lectura un refugio para soportar la prolongada inmovilidad de los viajes por avión, a él le cuesta trabajo concentrarse mientras viaja; su entretenimiento es comer, comer y beber. No más sube al aparato espera el momento de pedir un primer trago y luego prolonga este aperitivo, la comida y los dos cafés lo bastante como para que llenen la mayor parte del trayecto de un aeropuerto a otro. De todos modos, revisará el periódico por si alguna noticia reciente que se le haya escapado le apunta a los motivos de las más estrictas precauciones que le ha parecido detectar en el aeropuerto.

Sentado ya en una fila de banquetas vio acercarse con paso decidido a su vecino de cola, ahora con los auriculares sueltos, sujetos al cuello. Sintió cierto resquemor de prevención al verlo aproximarse y se encogió del todo, comprendiendo que su desgracia era inevitable, cuando lo observó encaminándose sin vacilar al asiento vacío junto al suyo, con sonrisa más que cortés, claramente retratado en su rostro el presagio de que iniciaría una conversación; como si considerase que este segundo encuentro, por previsible que fuese, le daba derecho a pensar que entre ellos había nacido una amistad. A medida que se le acercaba vio crecer la afabilidad en aquel rostro, una carota grande y redonda, acorde con su tamaño, y si acaso le quedaba una remota esperanza de conservar su soledad ésta se disipó del todo cuando, al sentarse el hombre a su lado y desbordar con su corpulencia la banqueta vecina, le escuchó una insólita pregunta, tan sorprendente que le hizo olvidar su molestia y, sustituyéndola por una gran extrañeza, lo atrapó sin reservas en la conversación. “¿Le gusta el canto?”, le escuchó decir, dando a la palabra canto ese tono especial y para él bien conocido de quienes se refieren al canto clásico.

La frase, por inofensiva que sonara, lo azoró. No era para menos; como si, sin conocerlo, y claro que no lo conoce, este personaje se le hubiese dirigido sin pensarlo dos veces por su nombre de pila. Sí, sin duda le gusta el canto, le gustan el canto clásico y la ópera; le gustan tanto que cuando su juventud le daba tiempo para divertirse con infinidad de cosas y no había decidido aún su vocación, sopesó, alentado por la admiración de amigos igualmente aficionados con el timbre de su voz, la posibilidad de una vida dedicada al canto. Siguió incluso algunas clases, hasta comprender que esa profesión, vista a distancia como algo entretenido, realmente requeriría de una disciplina que él distaba mucho de tener o, por lo menos, de querer someter a ese empeño. Como si la música y su práctica se hubiesen asociado hasta entonces en su mente con una labor entretenida y ligera y el agobio de los solfeos empobreciese su feliz embrujo. Tan sorprendido quedó por la pregunta que la lógica lo abandonó y en vez de responder con un no que hubiese sido irrefutable y hubiese puesto un absoluto final a cualquier posible charla, asintió mansamente; añadiendo, trabado ya, un por qué aun más vencido.

Como quien confía un cabalístico secreto, su vecino de butaca le indicó con raro gesto de sigilo los auriculares y la casetera. Sus primeras palabras fueron presentarse con un nombre del que sólo retuvo el de pila de Jacinto y sin aclarar de entrada por qué o cómo había hecho su pregunta entró en los circunloquios que en todo caso hubiesen debido precederla, al decirle, con desfachatez de adivino de feria, que su rostro reflejaba amor al canto, y añadir, con precisión aún más certera, al bel canto, a la ópera. Dados su tono y verborrea, faltaría poco para oírlo lanzarse a una enfebrecida disertación sobre el arte lírico pero finalmente, detectando quizás en él un primer atisbo de impaciencia, se le aproximó y atosigándolo con su poderosa figura, le hizo saber entre enigmáticos susurros que su casetera encerraba un tesoro, compartido si acaso por un puñado de iniciados: una de esas grabaciones piratas únicas que circulan por el mundo y, a veces sin otro motivo que justamente el de ser piratas, se convierten en joyas perseguidas y altamente cotizadas por los aficionados, lo mismo del arte musical clásico que del popular.

Si lo que está diciendo es cierto, su casetera efectivamente guarda un tesoro inapreciable. Se trata, cuenta Jacinto, de la grabación de un concierto privado dado por la Callas para complacer a un amigo, cuya casa, como delata la imponente resonancia de la grabación, que parecería hecha en un teatro, es claramente una mansión. No fue un concierto sino una íntima velada durante la cual, dejándose arrastrar por la familiaridad de la ocasión, la Callas cantó cosas que pocos en vida le escucharon y menos creerían que pudieran apasionarle hasta el punto de interpretarlas como lo hace, evidentemente no una improvisación sino piezas musicalmente aprendidas: canciones populares italianas, sobre todo del sur, napolitanas y sicilianas.

Enterado de semejante grabación, sintió una ansiedad que momentos antes no hubiese creído posible y que lo llevó a pasar por alto hasta la desagradable manera en que su vecino de asiento se le encimaba. Consideró con angustia acelerada que aunque Jacinto hubiese venido a sentarse al lado suyo, nada le garantizaba que ambos fuesen a tomar el mismo avión, y lo aturdió la posibilidad de tener que separarse de él sin haber escuchado por lo menos una de esas inéditas tonadas de la Callas que ya le hacían agua la boca, aunque sin desechar del todo la duda de que la revelación no fuese sino una farsa y que el tal Jacinto, a lo mejor también falso Jacinto, lo estuviese embromando y tentando para, en las carreras finales de ambos hacia sus respectivos aviones, si resultaba que al fin distintos eran, inducirlo a comprar a precio de oro una grabación apócrifa; una impostura, por buena que fuese. No obstante estos razonamientos supo que, sin atreverse a hacerlo con palabras, sus ojos suplicaban escuchar la grabación; y tras el siguiente gesto de Jacinto, que atendió compadecido al ansia de su mirada, no pareció haber duplicidad. A la vez que seguía hablando de la Callas y del canto y anunciando a su amigo con entusiasmo lo que estaba a punto de escuchar, puso en sus manos la grabadora y le colocó en los oídos los auriculares, reduciéndolos con cuidado para ajustarlos al diámetro menor de su cabeza.

Desde el primer momento no le cupo duda: escuchaba, insuperable como siempre, a Maria Callas. Se fascinaba y al mismo tiempo se asombraba: por mucha afición que tuviese a la lectura de revistas o libros operáticos jamás había sabido, no se había enterado ni por inferencia, del rumor de que la Callas hubiese cantado cosas como éstas: lo mismo el consabido Core ’ngrato que piezas menos conocidas, tarantellas u otras que jamás había escuchado, ni por ella ni por otros. Se trata seguramente de la Callas; aunque no recurra ni de lejos a la amplitud de su registro, suya es esa potencia que convierte una nota intermedia en sonoro diapasón. No necesita sus agudos para firmarse; le basta el dramatismo de su voz y por momentos, en algunas canciones que suenan a antiguos pregones, a cantos recogidos en mercados de pueblo, pudo recordar esos pasajes de Carmen donde la Callas, explorando las variaciones de su timbre, descarta los suyos propios de soprano y emprende la seguidilla con ferocidad vocal de cantaora, en fraseos desgarrados que imprimen a la música espectros de taberna que podrían haber pasmado hasta a Bizet. Con su pura voz, más allá de melodías, la Callas evoca carretones y caminos de montaña, ésos por donde esas tonadas se escucharon por primera vez, los arrabales napolitanos donde nacieron las acongojadas melodías que han sabido perdurar un siglo entero.

A regañadientes detuvo el aparato, obedeciendo a una seña de Jacinto. Este ha mirado su reloj y, desafortunadamente, tiene que irse; sus aviones no son los mismos. Y entonces, estrechándole la mano, Jacinto le hizo una oferta, más que inesperada, sospechosa. Podrá quedarse con la grabación, se la cede; tiene otras, ha copiado la cinta varias veces por si el original se le dañaba o se perdía, y nada le costaría deshacerse de ésta, regalársela. Es más, le dejará también la casetera, para que se distraiga en el viaje. Decir distraiga es poco, agregó, poniéndose de pie. Para que tenga el goce de oír a la Callas cantando napolitanas, allá cerca de ella por los cielos. Regalo de un melómano a otro.

Escuchando esta generosa despedida, sus mecanismos de alerta se dispararon. ¿A qué venía esta oferta? Una conversación con un parlanchín en un aeropuerto es un incidente comprensible y, estirando las cosas un poco, hasta se podría hallar explicación al hecho que lo inició, eso de que le hubiese adivinado su afición. Tal vez, sin darse cuenta, tarareó algo en cola y Jacinto lo escuchó. Pero este regalo sin motivo al cabo de pocos minutos de conocerse resulta algo tan fuera de lo ordinario como para despertar bastante sospecha. Fue entonces cuando, con gran alarma, recordó; descuidaba desde hacía mucho más rato de la cuenta su maletín de mano puesto en el piso y se volvió con rapidez a comprobar si lo tenía aún a su lado. Sí, ahí estaba junto a su silla, tal como lo había dejado. Se sintió avergonzado al toparse sus ojos con los de una mujer de bastantes años que, dos asientos a su izquierda, conversaba con otra, algo más joven, que él tenía justo al lado y de la cual veía sólo la cabellera castaña y recortada que el peinado ajustaba a su cabeza. Al ir en busca del maletín, sus ojos habrían reflejado sin duda su temor a haber sido víctima de un robo, y al cruzarse su vista con la de la mujer mayor, le pareció que la mirada de ésta delataba cierto disgusto. Como si al descubrir su gesto hubiese comprendido que su motivo era asegurarse de que ningún otro viajero, ella, o su joven amiga, por ejemplo, habían aprovechado que estaba distraído para sustraerle su equipaje.

Volviéndose de nuevo a Jacinto, listo ya para irse, e importándole muy poco lo que éste pudiera pensar, le tendió la mano sin soltar de la otra el asa del maletín y con palabras muy corteses se negó tajantemente a aceptar su obsequio. Lo rechazó con firmeza, sin hacer caso a la amable elocuencia de Jacinto, que insistía en dejárselo, ni preocuparle que éste pudiera ofenderse; pretextándole que, puesto que va en viaje de negocios y lleva su reducido maletín cargado hasta los topes, no se siente con ganas de cargar ni siquiera una revista más, está al tirar el periódico, no quiere verse entre las manos con algo para lo que no tendría sitio.

Estos últimos segundos de forcejeo verbal le permitieron recuperarse y ni lo tuvo que pensar dos veces cuando el otro, resignado, le pidió cuando menos su dirección para hacerle llegar una copia de la fabulosa grabación. Me estoy mudando, respondió, dándole el número de una casilla postal reservada justamente para las ocasiones en que no desea dar su dirección y asegurando a Jacinto que por el momento sería el único lugar seguro al cual enviarle cualquier correspondencia. Es más; en un último instante de lucidez, equivoca a propósito un número del código postal, para que cuando este personaje reciba de vuelta su paquete comprenda que hasta ahí llegaron las relaciones entre ellos. Por extraordinaria que sea la interpretación de la Callas, ha decidido que con lo escuchado basta: mejor dejar las cosas como están y cortar todo lazo con un personaje que, con esta última insistencia, considera a fin de cuentas tan latoso como lo intuyó desde un principio.

Necesitó que su avión levantase vuelo y se situase en el techo de altitud en que viajará hasta su destino para sentirse al fin tranquilo tras la agitación de su encuentro con el peculiar aficionado. Podrá recordar ahora con placer la voz de la Callas, aunque le quede esa última duda, que jamás logrará disipar, de si era de veras ella o una genial imitadora. Ya en calma, su mente fue repasando al descuido pormenores del episodio recién vivido en el aeropuerto y se deslizó por ellos, rememorando sus rasgos más sobresalientes. Y de pronto, al revivir uno en particular, volvió a tener ante sí el maletín ahora guardado justo sobre su cabeza y lo sobrecogió un escalofrío tan potente que lo clavó en el asiento, desplomándolo como sin vida. Sus atropellados pensamientos fueron despejando lo ocurrido, echando a un lado al tal Jacinto, su grabadora y su música, y recordando en cambio cada vez más vivamente ese maletín suyo junto a la banqueta del aeropuerto, ese equipaje descuidado tanto rato a pesar de los múltiples avisos, y también el rostro de la mujer mayor y su mirada vuelta hacia él, una mirada que ahora entiende más vigilante que de disgusto, y la cabellera de la otra mujer, sentada al lado suyo, junto al maletín, y comprendió que por mucho que estuviese dilucidando hasta el menor detalle de lo sucedido sería demasiado tarde para reaccionar, nada se podría hacer, no habría marcha atrás, y en ese instante crucial sus pensamientos se volvieron a un suceso de infancia, un hecho banal siempre recordado y que, más tarde de la cuenta lo reconoce, si bien nunca olvidó, llegado el momento no lo supo valorar ni aprovechar.

Era un teatro pequeño, usado a menudo como cine, a veces como teatro, y él lo había visitado de las dos maneras aunque, siendo niño y en general le gustase más el cine, lo prefiriese como teatro por la rareza de ir al teatro y por la belleza ya más que desvaída de éste, visible con la mayor iluminación de las piezas o los espectáculos teatrales. Se le colaba por los ojos sin él darse mucha cuenta y no sólo le traía a la memoria ilustraciones de sus libros de cuentos sino imágenes creadas por su propia imaginación al leer relatos de otros tiempos. En la época en que lo frecuentaba, este teatro tendría ya casi un siglo, y lo lucía. No sólo por su estilo de lunetario corto y varios pisos, todos terminados en hileras de palcos que llegaban hasta el escenario mismo, un teatro cerrado sobre sí como un cofre; su desgaste también dejaba ver su edad: las butacas eran asientos plegables, de madera sin recubrir, lo mismo respaldar que asiento, muchas desvencijadas y crujientes y otras que rechinaban al abrirse, delatando el herrumbroso olvido de sus bisagras. En los palcos, donde las cortinas que subsistían estaban veteadamente descoloridas, el mobiliario consistía en docenas de asientos que no hacían juego, algunos quizás originales o por lo menos de época pero la mayoría traídos de otros teatros, ya desaparecidos, o de vestíbulos de hoteles cerrados en años anteriores. Estos palcos sólo se abrían para las funciones de teatro, nunca cuando se proyectaban películas. No sólo porque su visibilidad lateral hubiese deformado las imágenes sino, como pudo comprender años después, para impedir que su oscuro recogimiento sirviese de refugio barato y fácil a enamorados necesitados de habitación, así fuese de tan reducido tamaño.

Aquel domingo él ocupaba con su familia uno de los palcos del primer piso. En el espectáculo (parte del espectáculo; lo demás, lo que fuera, lo olvidó pronto) se presentaba un mago. No era el primero que veía; pero pronto supo que superaría a todos los demás. Más que superarlos, los trascendía; aunque no pudiese explicarlo, entendía que lo visto hasta entonces en otros escenarios era junto a éste poca cosa: prestidigitadores, gente capaz de hacer suertes de manos, portentosas en ocasiones, pero nada más. Ese día se sintió por primera vez frente a un mago en el sentido cabal del nombre, una persona capaz de conseguir transformaciones, alterar lo circundante, hacerle dudar de lo tangible y creer en lo invisible.

Vio erguirse al hombre sobre un entarimado, lanzar por los aires una capa desplegada y al caerle ésta encima, no cubrirlo como un velo sino seguir cayendo, descendiendo suavemente, resbalando con ligereza por el espacio donde debía de haber estado el mago hasta quedar yerta en el piso, para entonces salir éste por la entrada del patio de butacas en mucho menos tiempo de lo que pudiese haber necesitado el más ligero corredor. Contempló luego con pavor cómo, invocados por el mago y al apagarse las luces del teatro, surgían por los aires fantasmas, siluetas de rasgos pavorosos y espectrales reflejos que recorrían los aires y a veces se le acercaban, casi rozándolo, sin que la proximidad aclarase su sustancia, surcando los techos y flotando con levedad de nubes sobre el lunetario, hasta desvanecerse, como cuerpos que jamás hubiesen estado allí, en el instante mismo en que el mago mandó encender de nuevo las luces y les ordenó volver a sus lugares de reposo.

Pero lo más sorprendente que presenció, lo inolvidable, es lo que recuerda ahora mientras viaja en el avión, desesperado, sin saber qué hacer y sin fuerzas para la decisión que sea, convencido de que no hay nada que hacer, de que nada puede hacerse, de que todo ha sido calculado para que ningún aviso pueda detener lo inevitable.

Salió el mago, con sus atuendos orientales (cree recordar que era argentino) y sobre una mesita colocó un vidrio en sentido vertical, como empotrado por su canto en el canalizo de una base de madera. Incluso desde la distancia del palco pudo él notar que el vidrio era grueso, de un par de centímetros lo menos; su opacidad, vista desde la altura y ubicación lateral del palco, lo hacía evidente. Lo más curioso del vidrio, un rectángulo del tamaño del que podría cubrir una reducida ventana, era el círculo perfecto que lo perforaba justo en su centro, un boquete del tamaño de un platillo de café. De pie a su lado, el mago traía en las manos una cinta continua de tela de un color rosado bastante vistoso, como de un material satinado; la mostraba, alzándola y dándole vueltas y tirones, para que todos pudieran ver bien que se trataba de un todo continuo, una tira sin principio ni fin, una rueda sin costuras.

El mago pidió entonces a varios espectadores que subieran al escenario y cuando pocos lo hicieron, llamó directamente a algunos, uno por uno, hasta tener una buena representación del público a su lado, cerca de la mesita donde se alzaba el vidrio perforado y de sus manos que deslizaban infinitamente la cinta entre sus dedos. Cuando los tuvo allí reunidos, les pidió que se acercaran y constataran que la cinta efectivamente carecía de costuras, que era como a todos parecía, una pieza enteriza, imposible de desanudar ni deshacer.

No apresuró a estos colaboradores. Les permitió examinar la cinta cuanto quisieron, la dejó en sus manos para que le diesen vueltas y tirones, sin apremiarlos y despreocupado, y una vez que se declararon satisfechos de que no tenía puntas ni hilvanes ocultos por donde agarrarla y deshacerla, los condujo hasta el vidrio a que le hicieran una revisión igualmente minuciosa, hasta que pudieran persuadirse de que estaba hecho de una sola pieza, de que no tenía quebraduras ni pestañas escondidas por las que abrirlo y de que su agujero central era invulnerable, franqueable sólo por sí mismo.

Una vez contentos los invitados, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, de la impenetrabilidad de las dos piezas entre sí, los despidió del escenario y enseguida, cinta en mano, anunció sonriente al público lo que pensaba hacer: ante los ojos de todos, sin pañuelos que ocultasen sus manos ni cambios de luces que pudiesen confundirlos, sin juegos de manos de ningún género, absolutamente visible, haría pasar la cinta sin extremos por el agujero sin escape del vidrio, labor a las claras más que imposible, como decir que buscaría la cuarta dimensión. Eso sí, se esmeró de inmediato en advertir, insistente: nadie debía perderlo de vista, tenían todos que seguir con atención perfecta sus movimientos, no pestañear ni distraerse un solo segundo. Y si lo hacían, allá ellos, no podrían luego acusarlo de haberles hecho trampa, de ellos sería la culpa de quedarse sin saber el secreto de su juego de manos. Con las luces de la escena brillantes y proyectadas sobre él y sobre sus manos lograría su hazaña y de cada espectador dependería no perder instante de su destreza, sólo así acertarían si acaso a saber cómo la lograba.

Guardando silencio, tanto como el enmudecido y atento público, se colocó el mago de perfil junto al vidrio y estirando la cinta con las manos, fue acercándola al agujero donde debería lograr el imposible de ensartarla, y en ese preciso momento de total silencio resonó en el cavernoso teatro un espantoso grito de mujer, un chillido que se deshizo en alaridos de súplica de una voz desesperada por el terror. Venía de lo alto y hacia allá volvió la vista el público entero, hacia uno de los palcos del último piso, el más lateral, ubicado sobre el proscenio, y allí descubrieron entre la penumbra las fugaces sombras de una mujer y un hombre que forcejeaban, el hombre sacudiendo a la mujer por el cuello con la evidente intención de estrangularla, arrastrándola en medio de sus gritos de absoluta indefensión hacia el borde del elevado palco hasta que, provocando un quejido de pavor en el público, la lanzó desde aquella fatal altura al tabloncillo de la escena, donde la mujer cayó desmadejada, notando entonces los espectadores que el desmadejamiento era demasiado absoluto y que sobre el escenario lo que había caído era una burda muñeca hecha de trapo de tamaño natural.

De manera fulminante, todos comprendimos y volvimos la vista sobre el mago. Demasiado tarde. Desde su sitio nos contemplaba él con sonrisa ufana y bastante burlona, condescendiente, como diciendo no me hicieron caso. Estaba erguido y vuelto de frente y en su mano derecha sostenía la cinta, que entraba y salía enteriza por el boquete del vidrio, liso y flamante, sin una grieta en él ni una costura en ella que, como demostró otra vez el mago con una nueva serie de golpes y tirones, pudiesen haber hecho posible ese permanente entrelazado entre dos objetos enterizos.

No había olvidado nunca aquella representación, una vez incluso había escrito sobre ella y sin embargo, demasiado tarde comprendía que a la hora decisiva había desperdiciado su lección. Como él y los demás espectadores de aquella remotísima función, a quienes un grito había hecho olvidar los repetidos avisos de no distraerse, se había dejado distraer, en el instante crucial, de lo que constantemente había oído advertir en el aeropuerto que debía ser su principal motivo de atención.

Lo último que escuchó fue como el inicio de un estrépito, un ruido sordo y repetido, con la apariencia de remotas bandadas de pájaros que, de tan numerosos, entrechocasen sus alas.


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 !   Referencias

Breve referencia biográfica:

Fernando Villaverde, cubano, es autor de umerosos libros, narrador, dramaturgo y crítico literario .Nació en La Habana y trabajó en Cuba como cineasta. Recibió dos veces el premio Letras de Oro de la Universidad de Miami, una de ellas por su libro Los labios pintados de Diderot. Reside en Barcelona. ...

 


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