Julio Matas
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 LLM 
Linden Lane Magazine Volumen 4 / Abril del 2004

Julio Matas . Reseña
"Yo tenía un pez muerto bajo las cenizas de los incensarios" . Lorca

 


Margarita

Saqué una pata de gallina por detrás de la
luna y luego
comprendí que mi niña era un pez
por donde se alejan las carretas.
Yo tenía una niña.
Yo tenía un pez muerto bajo las cenizas de los
incensarios.

Federico García Lorca


Tocaban a la puerta, mejor dicho, rascaban la puerta como hacen los perros que quieren entrar cuando regresan de sus correrías. Como no tengo perro, la cosa era más rara. Me asomé por la mirilla y vi a Margarita que, con expresión desesperada, implorante, se apoyaba en la puerta a punto de caer. Como Margarita había ido a darse el acostumbrado baño de mar de la mañana, supuse que estaba atacada por un calambre, o que había tenido un mal encuentro en la playa, frecuentada por alguna gente de mala catadura. Cuando abrí, Margarita, en efecto, se desplomó, chorreando agua salobre, en el suelo del pasillo que da acceso al apartamento. Pero no era Margarita, exactamente. Era un pez del tamaño de Margarita y (todavía) con la cara de Margarita. El pez, o aquella encarnación nueva de Margarita, quería obviamente hablarme, porque movía los labios, pero su boca no emitía ningún sonido; lo que fue su boca, pues en unos segundos ya era la boca ancha, semicircular y dura del pez que ocupaba el cuerpo de Margarita y, a la vez, los ojos que tanto he amado --los ojos castaños de Margarita-- se tornaban vidriosos, amarillentos, con una pupila rojiza, como los del pescado fresco que se ve al amanecer en el muelle, cuando los pescadores regresan de la faena nocturna.

No atinaba a hacer nada. Margarita se revolvía en el piso, dando aletazos contra los cuadritos comprados poco a poco para adornar aquella pared que flanqueaba el comedor-cocina y sobre la cual se posaban obligadamente nuestras miradas a la hora de las comidas. Si Margarita se hubiera convertido en una sirena, con medio cuerpo intacto y el resto en forma de cola de animal marino, aquello no habría tenido mayor importancia; por el contrario, Margarita habría adquirido sencillamente otra dimensión —dimensión poética, que evocaría leyendas y obras literarias: poemas épicos, cuentos de fantasía, finas comedias...—. Habría sido, en fin, cuestión de adaptarse a la novedad, como a la minifalda que tanto me mortificaba al principio cuando Margarita, siempre esclava de la moda, decidió llevarla mientras duró aquel estilo descubridor de piernas considerado por mí más propio de troteras que de mujeres decentes (una vez habituado a la saya cortita, sin embargo, me resultó difícil aceptar la que llegaba al tobillo, puesta de moda después).


Todo esto pensaba yo, pero sin dejar de actuar, porque Margarita se me estaba muriendo ahí en el suelo, boqueando y con aletazos cada vez más débiles, señal de que la agonía ya estaba tocando fin. Corrí primero a taponar la bañadera y abrir la llave a todo lo que daba; también conecté al lavabo la manguerita de las duchas vaginales y la metí en la bañadera para que se llenara más pronto. Levanté en brazos, entretanto, a Margarita, con un gran esfuerzo, puesé sta, que era levísima —yo solía cargarla en vilo en nuestros juegos entre eróticos e infantiles para arrojarla sobre la cama con giros de discóbolo— pesaba ahora lo que me pareció una tonelada, a causa probablemente de la gran masa constituida por sus entrañas de pez (la cual, según he averiguado, permite a
esas criaturas sumergirse, al recoger los flotadores, hasta lo más profundo de las aguas). La operación se complicaba por lo resbaloso de la piel, no sólo por estar mojada, sino porque las escamas, que yo siempre había supuesto ásperas, del pez, eran en realidad de un material pulido como el nácar. Logré al fin, medio cargándolo y medio arrastrándolo, depositar al pez-Margarita en la bañadera, ya entonces casi llena. Margarita me deparó una mirada de agradecimiento. No, no bromeo, acerté a ver en aquel momento, en la pupila del pez, un brillo semejante al que se observaba en los ojos de Margarita cuando se sentía feliz o se estremecía de deseo. Recordé enseguida que un animal marino necesita del agua salada, y corrí a buscar el envase de sal yodada que usa(ba) Margarita para sazonar la comida; vertí la mitad del contenido en la bañadera y lo revolví como pude con una espátula grande. Margarita se deslizaba de un lado a otro, como aspirando y saboreando aquel elemento salvador. Sí, había salvado a Margarita de perecer bajo aquella forma, y me preguntaba si la mutación sería irreversible, o —lo cual ansiaba ardientemente— se trataba de algo temporal, debido sabe Dios a qué confluencia de condiciones internas y externas (la Ciencia, por desgracia, no dispone sino de un mínimo de respuestas a la gran interrogación del universo y, ante casos semejantes o, quizás, más espinosos, se limita a elaborar hipótesis que, por lo general, poco tienen de científicas). Por un lado, pesaría el hecho de que Margarita tuviera aquella fijación con el mar, originada, sin duda, por haberse criado en un pueblo costero y haber pasado la infancia y adolescencia rondando a todas horas la orilla, alternadamente dentro y fuera del agua. (Fue suya la idea de alquilar este apartamento, pues decía que necesitaba vivir en la playa, que ella tenía un alma oceánica y que patatí patatá). Por otro lado, habría ocurrido tal vez un fenómeno cuyo carácter nunca podré determinar con certeza y sobre el cual sólo me es dado hacer conjeturas: un cambio instantáneo en la composición del agua y de la atmósfera —excepcional, quizás hasta ahora no registrado—, producido por efectos, ya naturales, ya artificiales —un ramalazo escalofriante de la corriente del Golfo, o la concentración de uno de esos agentes químicos que han contaminado prácticamente todos los mares del mundo—; o bien, uno de esos cataclismos invisibles para el ojo de un observador superficial, pero que conmueven y transfiguran la Tierra en ciertos sitios, ocasionando la creación de nuevas especies o subespecies, tanto en el reino animal como en el vegetal, al alterarse el organismo correspondiente en todo o en parte (digamos, desde el endurecimiento o reblandecimiento de la piel o la corteza del animal o la planta, respectivamente, hasta la trasformación radical del sistema digestivo o respiratorio en uno u otra). Entre ciertos invertebrados, la aparición casi súbita de una segunda cabeza, o de extremidades donde no las había, al modificarse el medio donde habitan, es algo consignado con mucha anterioridad a Darwin y el evolucionismo (si no me equivoco, algo de esto han expuesto Aristóteles y Plinio el Viejo), aunque su comprobación científica es de época reciente; esos procesos anómalos, claro está, se han acelerado con los desastres— intencionales o no— causados por los experimentos nucleares de estos últimos años. Como se ve, mucho investigué sobre este asunto que a mí tanto me torturaba, buscando información pormenorizada en las enciclopedias y en los tratados modernos de Historia Natural, que a veces se apoyaban, cuando les faltaba el aliento, en los antiguos, no siempre despreciables del todo. Así las cosas, se me plantearon varios problemas. Primero, la necesidad de mantener a Margarita —por razones de higiene y salud— en un medio constantemente renovado de agua salada. Segundo, la cuestión alimenticia: cómo proveer a Margarita del diario sustento. Tercero, qué explicación dar a la gente— vecinos y amigos— de la “ausencia” de Margarita, porque para ellos se trataría sencillamente de eso, de un viaje, o del abandono temporal o permanente, por su parte, del pequeño hogar que habíamos constituido desde hacía cinco años. La bañadera, aunque estrecha, sería irremplazable; no creo que hubiera encontrado un tanque móvil para contener a aquel enorme pez. En los acuarios, se construyen peceras, o más bien piscinas, diseñadas por arquitectos e ingenieros, de dimensiones adecuadas al tamaño de los diversos ejemplares en exhibición. Yo no podía darme ese lujo con mi modesta pensión de incapacitado (por un antiguo trastorno nervioso) y, menos aún, suponiendo que el gasto estuviera a mi alcance, utilizar el apartamentico para semejante obra: si convertía elú nico dormitorio en pecera, el espacio habitable se me reduciría a la sala-comedor-cocina, a lo sumo cuatro metros cuadrados, lo cual agravaría mi claustrofobia crónica y terminaría por enviarme otra vez al sanatorio... ¿y quién se ocuparía entonces de Margarita? (Por fortuna, había un cubículo con ducha en la parte de atrás del edificio, para que los inquilinos se refrescaran al llegar de la playa, y ahí podía bañarme).
Concebí, pues, el siguiente plan de acción: dos veces a la semana, en las altas horas de la noche, cuando era seguro que todos los vecinos— trasnochadores y madrugadores— reposaban en su cama, llevaba a la playa, en el carrito de las compras del supermercado, varios baldes que llenaba de agua de mar. La operación del cambio de agua requería gran coordinación, para que Margarita no sufriera, así que, a medida que el agua vieja desaparecía por el tragante, iba yo empapando al pez con el chorro de la ducha —esto lo hacía saltar alegremente (tal como otrora solía hacer Margarita, dicho sea de paso)— y al fin, taponando el orificio del desagüe rápidamente con un brazo, comenzaba simultáneamente a verter el contenido del primer balde y, luego, ya con más calma, continuaba echando balde tras balde de agua de mar en la bañadera

. Para Margarita, me imagino, esto sería el equivalente del aseo reglamentario (digo, del aseo de Margarita, del cual no se habría olvidado bajo su nueva forma; ignoro si los peces se asean o, en todo caso, cómo lo hacen). Para la alimentación de Margarita se me ocurrió un expediente que dio inmejorable resultado. Habiendo concluido que, dadas sus proporciones, aquel pez no podía ser herbívoro, todos los días, al amanecer, me iba al muelle de los pescadores y compraba, por un precio irrisorio, las entrañas que se acumulaban al limpiarse el pescado para las ventas. Dividía aquella bazofia en dos partes y se la servía a Margarita por la mañana y por la noche; Margarita se apoyaba con las aletas —la postura tenía su elegancia, o así me parecía— en el borde de la bañadera. Y yo le iba introduciendo en la boca cucharadas de aquella gandinga, que aderezaba con un poco de aceite y vinagre (por cierto, en uno de los textos consultados por mí, leí que el Emperador Vitelio comía con gran gusto estos menudos del pescado, en un plato que incluía también sesos de liebre y lenguas de pavorreal).


Más difícil me fue inventar las debidas excusas —me cuesta mucho mentir— de la “desaparición” de Margarita. Sin expresarlo abiertamente, di a entender que Margarita había roto conmigo y se había marchado sin dejar señas. La malicia de los vecinos colaboró para que aquella especie fuera universalmente aceptada. A las dos parejas con las cuales solíamos salir a comer y bailar los fines de semana —habíamos entablado amistad con ellos en una excursión— les conté algo más trágico: Margarita, aquejada de una enfermedad incurable, había decidido alejarse de mí para evitarme cuidados y penas..., se había ido una mañana cuando yo suponía que estaba en la playa dándose un baño de mar (en esto apenas mentía). Intentaron, sin duda compadecidos, invitarme a salir con ellos en varias ocasiones, pero como yo siempre declinaba, terminaron por cansarse y dejarme en paz. Con Margarita sostenía largas conversaciones, es decir, monologaba yo y ella escuchaba atenta y aquiescente, justo como antes de su conversión. Le presentaba primero una idea general, y luego pasaba a comentar los diversos asuntos relacionados con ella, los de tejas abajo y los de tejas arriba: ¿he dicho
ya que en mi juventud recibí varios premios de oratoria? En los ojos de mi nueva Margarita detectaba yo su amorosa admiración, aunque faltaran los cabezazos aprobatorios y las caricias que solía hacerme en las mejillas, en la nuca, en el pecho y en salva sea la parte; no sé exactamente por qué a Margarita la excitaban mis discursos, pero supongo que algún papel jugaba aquello del Verbo hecho Carne. Y fue tras una de dichas sesiones junto a la bañadera, que sentí por primera vez el vacío dejado en mi vida por esa Margarita transfigurada: el vacío del amor físico. Entiéndaseme, yo amaba aún a Margarita, y mi conducta avala este aserto, pero la cópula, fundamental en toda unión amorosa, se había reducido entre nosotros a la mera relación por el Verbo; empecé a añorar la posesión por la Carne. Y como esto era imposible en las presentes circunstancias, la Carne se adueñó de mi voluntad —no puedo explicar de otro modo la traición cometida— y me lancé a buscar un objeto en el cual pudiera satisfacerse mi (triste, ay) carnalidad.


Como no me gusta el amor mercenario, se me ocurrió ir algunas noches a un bar de esos de gente soltera, donde hallaba ocasionalmente mujer libre y sin ganas de compromiso, porque otra cosa habría sido para mí engañar a Margarita, y esto no lo concebía aún. Es más, le contaba mis aventuras, le consultaba su parecer, y bien claro me hablaba ella con los ojos, que no eran propiamente, como ya he dicho, los de un pescado, digo, pez.


Mas sucedió una noche lo que debía de haber esperado de estas incursiones: el flechazo, el ancla, el cable tendido por las miradas (de seda y acero, como ha escrito un poeta), que nos unió a Perla y a mí en un momento único, del cual guardaré siempre el recuerdo. Perla estaba sentada en un extremo de la barra, mirando extasiada los pececitos que nadaban en el tanque situado frente a ella, y esto me conmovió. Le clavé la vista y ella seguramente sintió la caricia de mis ojos; se volvió, me retrató —creo que es la expresión exacta— con los suyos, y estuvimos un largo rato así, prendidos el uno por la imagen del otro. Yo estaba tan estremecido, que no acertaba a moverme de mi lugar, a acercarme a ella. Por fin, Perla, sin dejar de mirarme, vino hasta mí y me dijo algo, que no entendí, sobre los peces (ella no recuerda tampoco qué cosa fue). No fue necesaria una conversación en forma, es más, permanecimos callados, de pie, sin dejar de mirarnos, hasta que salimos del bar: todo predecía un felicísimo acoplamiento, y así fue. Empezamos a vernos todos los sábados en su apartamento; yo le había dicho que el mío estaba en proceso de renovación, y que no quería llevarla a un sitio sucio y destartalado. Los domingos caminábamos por el muelle o por la playa (a Perla, a diferencia de Margarita, no le gustaba entrar en el mar), comíamos en un restorán vegetariano —ella no ingería nada viviente, pues iba, creo, en contra de sus principios teosóficos y yo, aparte de repugnarme (desde luego) el pescado, por seguirle el gusto rechazaba también las carnes— y terminábamos la jornada en el bar de nuestro encuentro, contemplando muy juntos y como hipnotizados, los pececitos del fondo. Perla era, además, físicamente, el reverso de Margarita, lo cual echa por tierra la opinión de ciertos analistas del amor que sostienen que la persona amada podrá cambiar de nombre y de carácter, pero su fisonomía responderá fatalmente al mismo tipo para cada individuo. Margarita tenía el pelo de un rubio blanquecino y la piel siempre bronceada por el sol (sólo en las mejillas aparecía cierto barrunto de rubor); sus ojos, como llevo dicho, eran castaños; su estatura, pequeña y su complexión, menuda. Perla es, por otro lado, una hembra alta, de anchas caderas, pálida, aunque con el pelo y los ojos negrísimos; cuando camina, se balancea de un modo inimitable, dando la impresión de llevar (sin que ello sea así) una falda larga y muy estrecha, como las de las bailarinas de flamenco (tal vez se deba este efecto a que tiene las rodillas —suaves, blancas, pulidas— muy juntas, consecuencia de no sé qué intervención quirúrgica cuando era niña). Pero estas relaciones dobles, o triples, no duran: al menos, ésta es mi experiencia. Perla comenzó a quejarse de que yo no la consideraba, porque a
esas alturas (dos meses después) mi apartamento ya estaría listo y jamás se me ocurría invitarla a él. Llegó a decirme que probablemente era casado —aunque yo le jurara, por lo más sagrado, que no— y que ella venía sólo a ser el amorcito de turno, la tercera pata del trípode... Como no podía acceder a traerla y mostrarle la realidad de mi tragedia, a despecho de su insistencia, me echó un día de su lado (en el bar, frente a los pececitos) a cajas destempladas, llorando histéricamente y maldiciendo su destino de mujer perennemente engatusada, usada y abandonada por los hombres. Al llegar a casa esa noche, Margarita me esperaba (sí, me esperaba, lo leí en sus ojos y en el batir inquieto de sus aletas y su cola) para comunicarme la irrevocable decisión de acabar con su vida. ¿Que esto no es verosímil, que el pez-Margarita, careciendo del don de la palabra, no podía estrictamente pedir ayuda para el suicidio? Cosas más maravillosas se han producido sobre la faz de la Tierra y, por añadidura, la mayor parte de los mortales cree en ellas. Margarita, creedlo, abría la boca, como si gritara aunque no le saliera la voz, y yo sentía resonar dentro de mi corazón aquel implorar desesperado, aquel dolorido cansancio de ser pez, aquella angustia que me parecía sobrehumana (propia, más bien, de alguna divinidad marina)... Era, por lo demás, tan fácil; no se trataba de matar a Margarita, de herirla en el costado para ofrendarla en sacrificio a la Venus Terrestre (esto es, a Perla): bastaba vaciar la bañadera y dejarla morir de asfixia. Mi sufrimiento, debo confesarlo, fue poco. No había esperanza de curación para Margarita: comprendía que ya era muy tarde para esperar la reconversión. Así que vacié la bañadera y me acosté, más que a dormir, a proyectar con calma lo que haría al día siguiente con el cadáver. El plan se fue concretando y lo daba por concluido cuando me venció el sueño: fue un sueño profundo y sin sueños, como imagina uno el de la muerte.

Y lo cierto es que tuve la sensación, al despertar, de que volvía a la vida, a la manera de quien, sumergido y semiconsciente, a punto ya de ahogarse, sube haciendo un último esfuerzo a la superficie, donde respira al fin, aprestándose a nadar hacia la boya salvadora o la orilla más o menos próxima. En el baño, Margarita estaba definitivamente
muerta. La casa toda olía fuertemente a pescado, es decir, a pez fuera de su elemento. Tenía que darme prisa antes de que comenzara la corrupción. Mientras me vestía me puse a considerar —con algunas carcajadas irónicas, lo confieso—, qué pensarían de todo esto las hermanas de Margarita, con las cuales ella se había peleado a muerte por mi causa —contra mi consejo, pues eran su única familia— y que en la gran escena del rompimiento le advirtieron que yo terminaría matándola. Había visto cerca del muelle una tienda donde embalsamaban y montaban en madera los grandes peces cuya captura enorgullecía a los pescadores de afición. Me fui allí y explique que había cogido con red (para justificar la ausencia de marcas de anzuelo), durante la noche, una presa enorme que deseaba embalsamar. Pedí ayuda al dueño para trasladarla a la tienda y se ofreció, mediante un pequeño estipendio extra, a venir a buscarla en su camioneta refrigerada. Para no hacer las cosas muy obvias, bajé a Margarita por la escalera, con tan mala pata que, al atravesar el vestíbulo, me tropecé con un señor de esos que se pasan la vida merodeando por allí, supongo que al acecho de incidentes dignos de cuento o murmuración. Como no había yo mostrado jamás afición a la pesca, sabía que iba a llamar su atención, y me acometió un súbito terror (terror absurdo, porque ¿acaso podía adivinar aquel señor que el pez era Margarita?). Me dijo con sorna: “Qué suerte encontrar pargo tan grande... Menudo trabajo habrá pasado”. Recobré enseguida la tranquilidad; evidentemente sospechaba que yo había comprado el pez a un afortunado pescador profesional. Sonreí haciéndome el bobo y seguí mi camino. El comentario me sirvió, no obstante, para clasificar ictiológicamente a Margarita; desconozco las características y, por tanto, los nombres de las diversas especies de pescado (me refiero a las más comunes, las que identifican a primera vista las cocineras y amas de casa) y acababa de descubrir que Margarita se había vuelto pargo (¿pagrus vulgaris, o lutjanus blackfordi?) y que, de haber ocurrido la transformación en el océano, pudo haber sido pescada, vendida y devorada en un festín gastronómico. Ahora, ganaría, al menos, cierta forma de inmortalidad: Margarita, fija en su tabla refulgente (escogí una pátina dorada como los halos de los santos) presidiría en lo adelante la pared frontera de la cocina, reemplazando los cuadritos, que fueron a parar a la basura, pues me parecía una profanación mantenerlos junto a ella. Sólo me falta ahora ir en busca de Perla, para reencontrarla, no de un modo vulgar (aparecerme en su apartamento), sino, como al final de algunas películas, en el escenario del encuentro original, el penumbroso bar de los pececitos, porque sé que allí me espera noche a noche, deseando que yo llegue y la contemple en silencio y la bese y le proponga (finalmente) llevarla a mi casa, que está ya arreglada, ya terminada para ti, mi amor, mi único amor, pues no hay ninguna otra, o sí la hubo, pero partió un día dejándome sólo un souvenir, un trofeo de su vida marítima: este pargo disecado en su altar de madera radiante, al cual vamos a venerar como a un dios tutelar, porque, lo creo firmemente, bendice a todas horas este hogar, por voluntad de la previa dueña, con su presencia sacramental.


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 !   Referencias

Breve referencia autobiográfica:

Julio Matas, cubano, es autor de numerosos libros, narrador, dramaturgo y crítico literario.

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Requiem de Natasha Perdomo

 

 

 

 

 

 

 

Guido Llinás

Forgotten Cuban Master

 

 


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