Julio
Matas .
Reseña
"Yo tenía
un pez muerto bajo las cenizas de los incensarios" . Lorca
Margarita
Saqué una pata de gallina por detrás
de la
luna y luego
comprendí que mi niña era un pez
por donde se alejan las carretas.
Yo tenía una niña.
Yo tenía un pez muerto bajo las cenizas de los
incensarios.
Federico García Lorca
Tocaban a la puerta, mejor dicho, rascaban la puerta como hacen los
perros que quieren entrar cuando regresan de sus correrías. Como
no tengo perro, la
cosa era más rara. Me asomé por la mirilla y vi a Margarita
que, con
expresión desesperada, implorante, se apoyaba en la puerta a punto
de caer. Como
Margarita había ido a darse el acostumbrado baño de mar
de la mañana, supuse que
estaba atacada por un calambre, o que había tenido un mal encuentro
en la playa,
frecuentada por alguna gente de mala catadura. Cuando abrí, Margarita,
en
efecto, se desplomó, chorreando agua salobre, en el suelo del
pasillo que da
acceso al apartamento. Pero no era Margarita, exactamente. Era un pez
del tamaño
de Margarita y (todavía) con la cara de Margarita. El pez, o aquella
encarnación nueva de Margarita, quería obviamente hablarme,
porque movía los labios,
pero su boca no emitía ningún sonido; lo que fue su boca,
pues en unos segundos
ya era la boca ancha, semicircular y dura del pez que ocupaba el cuerpo
de
Margarita y, a la vez, los ojos que tanto he amado --los ojos castaños
de
Margarita-- se tornaban vidriosos, amarillentos, con una pupila rojiza,
como los del pescado fresco que se ve al amanecer en el muelle, cuando
los pescadores
regresan de la faena nocturna.
No atinaba a hacer nada. Margarita se revolvía
en el piso, dando aletazos
contra los cuadritos comprados poco a poco para adornar aquella pared
que
flanqueaba el comedor-cocina y sobre la cual se posaban obligadamente
nuestras
miradas a la hora de las comidas. Si Margarita se hubiera convertido
en una
sirena, con medio cuerpo intacto y el resto en forma de cola de animal
marino,
aquello no habría tenido mayor importancia; por el contrario,
Margarita habría
adquirido sencillamente otra dimensión —dimensión
poética, que evocaría leyendas
y obras literarias: poemas épicos, cuentos de fantasía,
finas comedias...—.
Habría sido, en fin, cuestión de adaptarse a la novedad,
como a la minifalda
que tanto me mortificaba al principio cuando Margarita, siempre esclava
de la
moda, decidió llevarla mientras duró aquel estilo descubridor
de piernas
considerado por mí más propio de troteras que de mujeres
decentes (una vez habituado
a la saya cortita, sin embargo, me resultó difícil aceptar
la que llegaba al
tobillo, puesta de moda después).
Todo esto pensaba yo, pero sin dejar de actuar, porque Margarita se me
estaba muriendo ahí en el suelo, boqueando y con aletazos cada
vez más débiles,
señal de que la agonía ya estaba tocando fin. Corrí primero
a taponar la
bañadera y abrir la llave a todo lo que daba; también conecté al
lavabo la
manguerita de las duchas vaginales y la metí en la bañadera
para que se llenara más
pronto. Levanté en brazos, entretanto, a Margarita, con un gran
esfuerzo, puesé
sta, que era levísima —yo solía cargarla en vilo
en nuestros juegos entre
eróticos e infantiles para arrojarla sobre la cama con giros de
discóbolo— pesaba
ahora lo que me pareció una tonelada, a causa probablemente de
la gran masa
constituida por sus entrañas de pez (la cual, según he
averiguado, permite a
esas criaturas sumergirse, al recoger los flotadores, hasta lo más
profundo de
las aguas). La operación se complicaba por lo resbaloso de la
piel, no sólo por
estar mojada, sino porque las escamas, que yo siempre había supuesto ásperas,
del pez, eran en realidad de un material pulido como el nácar.
Logré al fin,
medio cargándolo y medio arrastrándolo, depositar al pez-Margarita
en la
bañadera, ya entonces casi llena. Margarita me deparó una
mirada de
agradecimiento. No, no bromeo, acerté a ver en aquel momento,
en la pupila del pez, un
brillo semejante al que se observaba en los ojos de Margarita cuando
se sentía
feliz o se estremecía de deseo. Recordé enseguida que un
animal marino necesita
del agua salada, y corrí a buscar el envase de sal yodada que
usa(ba) Margarita
para sazonar la comida; vertí la mitad del contenido en la bañadera
y lo
revolví como pude con una espátula grande. Margarita se
deslizaba de un lado a
otro, como aspirando y saboreando aquel elemento salvador.
Sí, había salvado a Margarita de perecer bajo aquella forma,
y me
preguntaba si la mutación sería irreversible, o —lo
cual ansiaba ardientemente— se
trataba de algo temporal, debido sabe Dios a qué confluencia de
condiciones
internas y externas (la Ciencia, por desgracia, no dispone sino de un
mínimo de
respuestas a la gran interrogación del universo y, ante casos
semejantes o,
quizás, más espinosos, se limita a elaborar hipótesis
que, por lo general, poco
tienen de científicas). Por un lado, pesaría el hecho de
que Margarita tuviera
aquella fijación con el mar, originada, sin duda, por haberse
criado en un
pueblo costero y haber pasado la infancia y adolescencia rondando a todas
horas
la orilla, alternadamente dentro y fuera del agua. (Fue suya la idea
de
alquilar este apartamento, pues decía que necesitaba vivir en
la playa, que ella
tenía un alma oceánica y que patatí patatá).
Por otro lado, habría ocurrido tal
vez un fenómeno cuyo carácter nunca podré determinar
con certeza y sobre el cual
sólo me es dado hacer conjeturas: un cambio instantáneo
en la composición del
agua y de la atmósfera —excepcional, quizás hasta
ahora no registrado—,
producido por efectos, ya naturales, ya artificiales —un ramalazo
escalofriante de
la corriente del Golfo, o la concentración de uno de esos agentes
químicos
que han contaminado prácticamente todos los mares del mundo—;
o bien, uno de
esos cataclismos invisibles para el ojo de un observador superficial,
pero que
conmueven y transfiguran la Tierra en ciertos sitios, ocasionando la
creación de
nuevas especies o subespecies, tanto en el reino animal como en el vegetal,
al alterarse el organismo correspondiente en todo o en parte (digamos,
desde el
endurecimiento o reblandecimiento de la piel o la corteza del animal
o la
planta, respectivamente, hasta la trasformación radical del sistema
digestivo o
respiratorio en uno u otra). Entre ciertos invertebrados, la aparición
casi
súbita de una segunda cabeza, o de extremidades donde no las había,
al
modificarse el medio donde habitan, es algo consignado con mucha anterioridad
a Darwin y
el evolucionismo (si no me equivoco, algo de esto han expuesto Aristóteles
y
Plinio el Viejo), aunque su comprobación científica es
de época reciente; esos
procesos anómalos, claro está, se han acelerado con los
desastres—
intencionales o no— causados por los experimentos nucleares de
estos últimos años. Como
se ve, mucho investigué sobre este asunto que a mí tanto
me torturaba,
buscando información pormenorizada en las enciclopedias y en los
tratados modernos de
Historia Natural, que a veces se apoyaban, cuando les faltaba el aliento,
en
los antiguos, no siempre despreciables del todo.
Así las cosas, se me plantearon varios problemas. Primero, la
necesidad
de mantener a Margarita —por razones de higiene y salud— en
un medio
constantemente renovado de agua salada. Segundo, la cuestión alimenticia:
cómo proveer
a Margarita del diario sustento. Tercero, qué explicación
dar a la gente—
vecinos y amigos— de la “ausencia” de Margarita, porque
para ellos se trataría
sencillamente de eso, de un viaje, o del abandono temporal o permanente,
por su
parte, del pequeño hogar que habíamos constituido desde
hacía cinco años.
La bañadera, aunque estrecha, sería irremplazable; no creo
que hubiera
encontrado un tanque móvil para contener a aquel enorme pez. En
los acuarios, se
construyen peceras, o más bien piscinas, diseñadas por
arquitectos e
ingenieros, de dimensiones adecuadas al tamaño de los diversos
ejemplares en
exhibición. Yo no podía darme ese lujo con mi modesta pensión
de incapacitado (por un
antiguo trastorno nervioso) y, menos aún, suponiendo que el gasto
estuviera a
mi alcance, utilizar el apartamentico para semejante obra: si convertía
elú
nico dormitorio en pecera, el espacio habitable se me reduciría
a la
sala-comedor-cocina, a lo sumo cuatro metros cuadrados, lo cual agravaría
mi claustrofobia
crónica y terminaría por enviarme otra vez al sanatorio... ¿y
quién se
ocuparía entonces de Margarita? (Por fortuna, había un
cubículo con ducha en la
parte de atrás del edificio, para que los inquilinos se refrescaran
al llegar de
la playa, y ahí podía bañarme).
Concebí, pues, el siguiente plan de acción: dos veces a
la semana, en las
altas horas de la noche, cuando era seguro que todos los vecinos—
trasnochadores y madrugadores— reposaban en su cama, llevaba a
la playa, en el carrito de
las compras del supermercado, varios baldes que llenaba de agua de mar.
La
operación del cambio de agua requería gran coordinación,
para que Margarita no
sufriera, así que, a medida que el agua vieja desaparecía
por el tragante, iba
yo empapando al pez con el chorro de la ducha —esto lo hacía
saltar
alegremente (tal como otrora solía hacer Margarita, dicho sea
de paso)— y al fin,
taponando el orificio del desagüe rápidamente con un brazo,
comenzaba
simultáneamente a verter el contenido del primer balde y, luego,
ya con más calma,
continuaba echando balde tras balde de agua de mar en la bañadera
.
Para Margarita, me
imagino, esto sería el equivalente del aseo reglamentario (digo,
del aseo de
Margarita, del cual no se habría olvidado bajo su nueva forma;
ignoro si los
peces se asean o, en todo caso, cómo lo hacen).
Para la alimentación de Margarita se me ocurrió un expediente
que dio
inmejorable resultado. Habiendo concluido que, dadas sus proporciones,
aquel pez
no podía ser herbívoro, todos los días, al amanecer,
me iba al muelle de los
pescadores y compraba, por un precio irrisorio, las entrañas que
se acumulaban
al limpiarse el pescado para las ventas. Dividía aquella bazofia
en dos partes
y se la servía a Margarita por la mañana y por la noche;
Margarita se apoyaba
con las aletas —la postura tenía su elegancia, o así me
parecía— en el
borde de la bañadera. Y yo le iba introduciendo en la boca cucharadas
de aquella
gandinga, que aderezaba con un poco de aceite y vinagre (por cierto,
en uno de
los textos consultados por mí, leí que el Emperador Vitelio
comía con gran
gusto estos menudos del pescado, en un plato que incluía también
sesos de liebre
y lenguas de pavorreal).
Más difícil me fue inventar las debidas excusas —me
cuesta mucho mentir— de la “desaparición” de
Margarita. Sin expresarlo abiertamente, di a entender que Margarita había
roto conmigo y se había marchado
sin dejar señas. La
malicia de los vecinos colaboró para que aquella especie fuera
universalmente
aceptada. A las dos parejas con las cuales solíamos salir a comer
y bailar los
fines de semana —habíamos entablado amistad con ellos en
una excursión— les
conté algo más trágico: Margarita, aquejada de una
enfermedad incurable, había
decidido alejarse de mí para evitarme cuidados y penas..., se
había ido una
mañana cuando yo suponía que estaba en la playa dándose
un baño de mar (en esto
apenas mentía). Intentaron, sin duda compadecidos, invitarme a
salir con ellos
en varias ocasiones, pero como yo siempre declinaba, terminaron por cansarse
y
dejarme en paz.
Con Margarita sostenía largas conversaciones, es decir, monologaba
yo y
ella escuchaba atenta y aquiescente, justo como antes de su conversión.
Le
presentaba primero una idea general, y luego pasaba a comentar los diversos
asuntos relacionados con ella, los de tejas abajo y los de tejas arriba: ¿he
dicho
ya que en mi juventud recibí varios premios de oratoria? En los
ojos de mi
nueva Margarita detectaba yo su amorosa admiración, aunque faltaran
los cabezazos
aprobatorios y las caricias que solía hacerme en las mejillas,
en la nuca, en
el pecho y en salva sea la parte; no sé exactamente por qué a
Margarita la
excitaban mis discursos, pero supongo que algún papel jugaba aquello
del Verbo
hecho Carne.
Y fue tras una de dichas sesiones junto a la bañadera, que sentí por
primera vez el vacío dejado en mi vida por esa Margarita transfigurada:
el vacío
del amor físico. Entiéndaseme, yo amaba aún a Margarita,
y mi conducta avala
este aserto, pero la cópula, fundamental en toda unión
amorosa, se había
reducido entre nosotros a la mera relación por el Verbo; empecé a
añorar la posesión
por la Carne. Y como esto era imposible en las presentes circunstancias,
la
Carne se adueñó de mi voluntad —no puedo explicar
de otro modo la traición
cometida— y me lancé a buscar un objeto en el cual pudiera
satisfacerse mi (triste,
ay) carnalidad.
Como no me gusta el amor mercenario, se me ocurrió ir algunas
noches a un
bar de esos de gente soltera, donde hallaba ocasionalmente mujer libre
y sin
ganas de compromiso, porque otra cosa habría sido para mí engañar
a Margarita,
y esto no lo concebía aún. Es más, le contaba mis
aventuras, le consultaba su
parecer, y bien claro me hablaba ella con los ojos, que no eran propiamente,
como ya he dicho, los de un pescado, digo, pez.
Mas sucedió una noche lo que debía de haber esperado de
estas
incursiones: el flechazo, el ancla, el cable tendido por las miradas
(de seda y acero,
como ha escrito un poeta), que nos unió a Perla y a mí en
un momento único, del
cual guardaré siempre el recuerdo. Perla estaba sentada en un
extremo de la
barra, mirando extasiada los pececitos que nadaban en el tanque situado
frente a
ella, y esto me conmovió. Le clavé la vista y ella seguramente
sintió la caricia de mis ojos; se volvió, me retrató —creo
que es la expresión exacta— con
los suyos, y estuvimos un largo rato así, prendidos el uno por
la imagen del
otro. Yo estaba tan estremecido, que no acertaba a moverme de mi lugar,
a
acercarme a ella. Por fin, Perla, sin dejar de mirarme, vino hasta mí y
me dijo
algo, que no entendí, sobre los peces (ella no recuerda tampoco
qué cosa fue). No
fue necesaria una conversación en forma, es más, permanecimos
callados, de
pie, sin dejar de mirarnos, hasta que salimos del bar: todo predecía
un
felicísimo acoplamiento, y así fue. Empezamos a vernos
todos los sábados en su
apartamento; yo le había dicho que el mío estaba en proceso
de renovación, y que no
quería llevarla a un sitio sucio y destartalado. Los domingos
caminábamos por
el muelle o por la playa (a Perla, a diferencia de Margarita, no le gustaba
entrar en el mar), comíamos en un restorán vegetariano —ella
no ingería nada
viviente, pues iba, creo, en contra de sus principios teosóficos
y yo, aparte de
repugnarme (desde luego) el pescado, por seguirle el gusto rechazaba
también
las carnes— y terminábamos la jornada en el bar de nuestro
encuentro,
contemplando muy juntos y como hipnotizados, los pececitos del fondo.
Perla era, además, físicamente, el reverso de Margarita,
lo cual echa por
tierra la opinión de ciertos analistas del amor que sostienen
que la persona
amada podrá cambiar de nombre y de carácter, pero su fisonomía
responderá fatalmente al mismo tipo para cada individuo.
Margarita tenía
el pelo de un rubio
blanquecino y la piel siempre bronceada por el sol (sólo en las
mejillas
aparecía cierto barrunto de rubor); sus ojos, como llevo dicho,
eran castaños; su
estatura, pequeña y su complexión, menuda. Perla es, por
otro lado, una hembra
alta, de anchas caderas, pálida, aunque con el pelo y los ojos
negrísimos;
cuando camina, se balancea de un modo inimitable, dando la impresión
de llevar
(sin que ello sea así) una falda larga y muy estrecha, como las
de las
bailarinas de flamenco (tal vez se deba este efecto a que tiene las rodillas —suaves,
blancas, pulidas— muy juntas, consecuencia de no sé qué intervención
quirúrgica cuando era niña).
Pero estas relaciones dobles, o triples, no duran: al menos, ésta
es mi
experiencia. Perla comenzó a quejarse de que yo no la consideraba,
porque a
esas alturas (dos meses después) mi apartamento ya estaría
listo y jamás se me
ocurría invitarla a él. Llegó a decirme que probablemente
era casado —aunque yo
le jurara, por lo más sagrado, que no— y que ella venía
sólo a ser el
amorcito de turno, la tercera pata del trípode... Como no podía
acceder a traerla y
mostrarle la realidad de mi tragedia, a despecho de su insistencia, me
echó un
día de su lado (en el bar, frente a los pececitos) a cajas destempladas,
llorando histéricamente y maldiciendo su destino de mujer perennemente
engatusada,
usada y abandonada por los hombres.
Al llegar a casa esa noche, Margarita me esperaba (sí, me esperaba,
lo
leí en sus ojos y en el batir inquieto de sus aletas y su cola)
para comunicarme
la irrevocable decisión de acabar con su vida. ¿Que esto
no es verosímil, que
el pez-Margarita, careciendo del don de la palabra, no podía estrictamente
pedir ayuda para el suicidio? Cosas más maravillosas se han producido
sobre la
faz de la Tierra y, por añadidura, la mayor parte de los mortales
cree en
ellas. Margarita, creedlo, abría la boca, como si gritara aunque
no le saliera la
voz, y yo sentía resonar dentro de mi corazón aquel implorar
desesperado, aquel
dolorido cansancio de ser pez, aquella angustia que me parecía
sobrehumana (propia, más bien, de alguna divinidad marina)...
Era, por lo demás, tan fácil;
no se trataba de matar a Margarita, de herirla en el costado para ofrendarla
en sacrificio a la Venus Terrestre (esto es, a Perla): bastaba vaciar
la
bañadera y dejarla morir de asfixia.
Mi sufrimiento, debo confesarlo, fue poco. No había esperanza
de curación
para Margarita: comprendía que ya era muy tarde para esperar la
reconversión.
Así que vacié la bañadera y me acosté, más
que a dormir, a proyectar con
calma lo que haría al día siguiente con el cadáver.
El plan se fue concretando y
lo daba por concluido cuando me venció el sueño: fue un
sueño profundo y sin
sueños, como imagina uno el de la muerte.
Y lo cierto es que tuve
la sensación,
al despertar, de que volvía a la vida, a la manera de quien, sumergido
y
semiconsciente, a punto ya de ahogarse, sube haciendo un último
esfuerzo a la
superficie, donde respira al fin, aprestándose a nadar hacia la
boya salvadora o la
orilla más o menos próxima. En el baño, Margarita
estaba definitivamente
muerta. La casa toda olía fuertemente a pescado, es decir, a pez
fuera de su
elemento. Tenía que darme prisa antes de que comenzara la corrupción.
Mientras me
vestía me puse a considerar —con algunas carcajadas irónicas,
lo confieso—,
qué pensarían de todo esto las hermanas de Margarita, con
las cuales ella se
había peleado a muerte por mi causa —contra mi consejo,
pues eran su única
familia— y que en la gran escena del rompimiento le advirtieron
que yo terminaría
matándola.
Había visto cerca del muelle una tienda donde embalsamaban y montaban
en
madera los grandes peces cuya captura enorgullecía a los pescadores
de
afición. Me fui allí y explique que había cogido
con red (para justificar la ausencia
de marcas de anzuelo), durante la noche, una presa enorme que deseaba
embalsamar. Pedí ayuda al dueño para trasladarla a la tienda
y se ofreció, mediante
un pequeño estipendio extra, a venir a buscarla en su camioneta
refrigerada.
Para no hacer las cosas muy obvias, bajé a Margarita por la escalera,
con tan
mala pata que, al atravesar el vestíbulo, me tropecé con
un señor de esos que se
pasan la vida merodeando por allí, supongo que al acecho de incidentes
dignos
de cuento o murmuración. Como no había yo mostrado jamás
afición a la pesca,
sabía que iba a llamar su atención, y me acometió un
súbito terror (terror
absurdo, porque ¿acaso podía adivinar aquel señor
que el pez era Margarita?). Me
dijo con sorna: “Qué suerte encontrar pargo tan grande...
Menudo trabajo
habrá pasado”. Recobré enseguida la tranquilidad;
evidentemente sospechaba que yo
había comprado el pez a un afortunado pescador profesional. Sonreí haciéndome
el bobo y seguí mi camino. El comentario me sirvió, no
obstante, para
clasificar ictiológicamente a Margarita; desconozco las características
y, por tanto,
los nombres de las diversas especies de pescado (me refiero a las más
comunes, las que identifican a primera vista las cocineras y amas de
casa) y acababa
de descubrir que Margarita se había vuelto pargo (¿pagrus
vulgaris, o lutjanus
blackfordi?) y que, de haber ocurrido la transformación en el
océano, pudo
haber sido pescada, vendida y devorada en un festín gastronómico.
Ahora,
ganaría, al menos, cierta forma de inmortalidad: Margarita, fija
en su tabla
refulgente (escogí una pátina dorada como los halos de
los santos) presidiría en lo
adelante la pared frontera de la cocina, reemplazando los cuadritos,
que fueron
a parar a la basura, pues me parecía una profanación mantenerlos
junto a ella.
Sólo me falta ahora ir en busca de Perla, para reencontrarla,
no de un
modo vulgar (aparecerme en su apartamento), sino, como al final de algunas
películas, en el escenario del encuentro original, el penumbroso
bar de los
pececitos, porque sé que allí me espera noche a noche,
deseando que yo llegue y la
contemple en silencio y la bese y le proponga (finalmente) llevarla a
mi casa,
que está ya arreglada, ya terminada para ti, mi amor, mi único
amor, pues no
hay ninguna otra, o sí la hubo, pero partió un día
dejándome sólo un souvenir,
un trofeo de su vida marítima: este pargo disecado en su altar
de madera
radiante, al cual vamos a venerar como a un dios tutelar, porque, lo
creo
firmemente, bendice a todas horas este hogar, por voluntad de la previa
dueña, con su
presencia sacramental.
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Breve
referencia autobiográfica: Julio
Matas, cubano, es autor de numerosos libros, narrador,
dramaturgo y crítico literario.
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Requiem de
Natasha Perdomo
Guido Llinás
Forgotten
Cuban Master
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