René Dayre Abella | |||||
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René Dayre
Abella . "La piel de la memoria"
LA PIEL DE LA MEMORIA Con mis recuerdos a la intemperie …..
No sé donde nací, me refiero a la casa donde ví la luz por primera vez, Porque el lugar, Banes, así como la fecha que registra mi nacimiento, sí aparecen dondequiera, al márgen de una foto y en una vieja carta que le descubrí a mi mama dirigida a mi abuela: "el niño nació el dia veinte tres pesando casi las ocho libras". Pero me vi crecer entre gallinas, patos y cerdos en un corral. En una humilde vivienda de techo de zinc, con las paredes de tablas muy rústicas pintadas en el interior con calcimán de color azul y exteriormente con pintura de aceite de color amarillo,para que resistiera a la lluvia y al sol.. El piso era de cemento, más frío que las losas de un cementerio y un colgadizo como apéndice, techado de guano y con las paredes de yagua, al que mama eufemísticamente llamaba "el zaguán". Detrás de la casita teníamos un gallinero y una carbonera, flanqueados por un pequeño jardín y en el lado opuesto una "patera" o pequeña alberca que papá había construído con la ayuda de Buli, el hijo de Tete Peña, un antiguo profesor que se había alcoholizado y se hacía famoso entre los chicos de mi edad por sus espontáneos discursos donde citaba entre otros a Camilo Flammarion. La patera en cuestión servía para que la pareja de patos, Margarita y Mango Macho, mi primer regalo de cumpleaños, se refrescaran de vez en cuando. No olvido la primera vez que Margarita incubó sus primeros huevos. Sacó ocho patitos preciosos con unas pintitas en las alas: "Chip off the old block", dicen los norteamericanos. La verdad es que eran "cagaítos" a Mango Macho. Me divertía muchísimo ver a los patitos detrás de mamá pata y meterse al agua siguiendo sus instintos naturales. También teníamos unos tanques alineados frente a la patera para albergar el agua que Buli acarreaba de un pozo vecino en unas latas enormes donde venía la manteca pastelera, o shortening, que papá usaba para freir la mezcla de harina coloreada con bijol y revuelta con partículas de bacalao desmenuzado. Estas frituras eran deliciosas. Eran tiempos de política y uno de los clientes asiduos al puesto de desayuno que papá había instalado al frente de la casa, Don Alvaro Arochena, le sugirió a papá hacer una especie de emparedado colocando un poco de picadillo de carne y colocarle encima una de aquellas frituras de bacalao, cubriéndolas con una salsa casera que papá preparaba usando como ingrediente principal el ají gua-güao, muy picante, y bautizar a la nueva especialidad "Cordialidad", que si mal no recuerdo era el lema de una de las figuras de la farándula politiquera de entonces. El agua almacenada en los tanques y en una vieja pipa de madera con el fondo de cemento, muy próxima a la ventanita del "carrito", como le llamamos al puestecito de desayuno, la usábamos para bañarnos, cocinar o cambiarle el agua a la patera. Nunca la bebíamos, pues papá vendía un agua embotellada, de marca comercial San Rafael, y era la que mi mamá llevaba a la mesa. Me parece que estoy mirando aquellas botellas de vidrio con el rótulo que mostraba la marca al centro de las mismas y debajo una pequeña leyenda que decía "agua fina de mesa no carbonatada" diferenciándolas de las de agua mineral carbonatada. A mi hermanito le encantaba la "Cordialida acompañándola siempre de un refresco con sabor a limón, un precedente del 7UP, al que conocíamos como El Fraile; lo embotellaban en Holguín y lo distribuía el agente Emilio Furones. Este señor ,a quien todos llamábamos cariñosamente Emilito, era muy amable y cada vez que iba a dejar refrescos y aguas al "carrito" de papá nos obsequiaba refrescos a mi hermano y a mí. Mi hermano prefería,como dije antes el sabor a limón y aceptaba el regalito del señor Furones, pero pronto iba a esconderse porque era muy tímido y no le gustaba hablar, dando la impresión a veces de un "guajirito". En el fondo lo éramos, pues vivíamos fuera del perímetro del pueblo, justo a la entrada de él. A mí me gustaba acompañar la Cordialidad con el refresco Ironbeer, que papá le compraba a otro agente, el señor Mario Cordovés, quien también nos regalaba refrescos. Los ojos se me llenaron de objetos multicolores muy bellos. Eran mis primeros juguetes. También los primeros libros para colorear y los primeros lápices de colores que me trajo mi tía Miña de regalo una tarde. La casita estaba pegada a la Carretera de Veguitas y al fondo crecía un ocuje que se empinaba al cielo invitando a los zunzunes y a las pechitas que volaban cerca buscando pimpinillos para anidar en sus ramas. Todavía recuerdo a mi hermanito que apenas se distinguía sobre el suelo, tirándole piedrecitas a los pajaritos y a los chipojos en el verde ocuje.
También había un asoleadero. No era más que un conjunto de piedras muy blancas encima de las cuales Doña Agripina o Lilia extendían las sábanas y las toallas una vez lavadas. Al fondo del patio crecían dos árboles. Uno de ellos era un hermoso ocuje y el otro, un quebracho. Cerca de la casa papá había colocado tendederas para que las mujeres que ayudaban a lavar la ropa en casa pudieran tenderla y secarla al sol, como en la mayoría de las casas cubanas en aquella época cuando era muy raro ver una lavadora. A veces la ropa no se secaba temprano y entonces mi mamá acompañada de alguien en la casa se dedicaba a recogerla y acomodarla en una canasta de mimbre torcido. Recuerdo una hermosa noche iluminada por la luna cuando acompañamos a mama mi sobrina Sara,el gato de la casa y yo. Serían aproximadamente las siete cuando vimos venir desde el viejo cementerio de la loma,una luz del tamaño de una luna llena muy amarilla, que se tornaba a veces rojiza o color naranja zizagueando entre los árboles de los potreros hasta alcanzar nuestro ocuje. Mamá comenzó a dar voces para que papá viniera a ver aquella luz. Por lo que él junto a mi hermana Yoya, que estaba de visita en casa, fue testigo también de aquel fenómeno. De pronto notamos que nuestro gato se desapareció de la escena. Cuando regresamos a casa lo encontramos escondido debajo de mi cama, con el pelaje erizado. La luz se posó en lo alto del ocuje y desde allí refulgía. Pasaron unos minutos y entonces la vimos elevarse al cielo sobre nuestras cabezas, un poco más pequeña como si hubiese diminuído de tamaño y con la luz no tan brillante, quizás poco más menguada. Nunca encontramos una explicación lógica a aquel fenómeno. LA TANATOFILIA: PEPITO Y SUS CAGUAYOS Como que no acaban de borrarse de la memoria mis días infantiles.
Como una vieja foto en sepia, destiñéndose con el paso
de los años, aparece Pepito, mi sobrino, quizás me llevaba
unos nueve o diez años más, pues es hijo de mi hermana
mayor, Gloria, quien se casó muy joven. Venía a visitarnos
todas las tardes después de trabajar como un mulo ( recuerdo muy
bien la frase ) en la jugetería El Delirio. Yo no sabía
entonces qué tenía que ver un mulo, de los que abundaban
en la finquita de los Cernicharo, nuestros vecinos, con aquel muchacho
delgadito, casi un alfeñique. Pepito vestía siempre unos pantalones de caki (¿se escribe así?) muy almidonados y unas camisas sin fajar, también tiesas por el almidón y traía consigo en los bolsillos unos libritos que promocionaba la poción Maravilla Curativa del doctor Humphrey, que conseguía en la vieja farmacia Tamayo con su amiga Victoria Carro, a quien yo asociaba siempre con la cantante mexicana María Victoria, aunque nunca la ví enredada en un vestidito de sirena y que yo recuerde jamás cantaba, ni emitía pujiditos. Yo acompañaba siempre a mi sobrino a "visitar" cada tarde a sus "pacientes", las matas del platanal. Le sostenía en mis manos el folletico que se traía de la farmacia, mientras él le insertaba un enorme clavo a cada mata de plátano simulando inyectarlas y musitándole a cada planta: "ya verá cómo se va a poner mejor.Mañana volveremos a inyectarla".. Luego brincábamos la cerca de cardón y de maya y nos perdíamos entre guizazos de Baracoa, mastuerzo y unas matas de güao que había que saludarlas ceremoniosamente: "Buenas tardes, señor Güao", para no llenarnos de ronchitas y alcanzar al fin el "cementerio". Este no era más que un pedazo de terraplén que Pepe había dispuesto para enterrar a cuanto cagüayo encontrara muerto a su paso. Fabricaba con unas tablitas --que le arrancaba a las cajitas donde venían las barras de pasta de guayaba que papá vendía en la tiendita de abarrotes--, unos diminutos ataúdes donde acomodaba muy tiesos, como su camisa almidonada, a los pobres cagüayos. Pero ahí no paraba la cosa, pues yo debía acompañarlo junto a mis amiguitos a enterrar a las infelices lagartijas en unas replicas de carrozas fúnebres, que él mismo confeccionaba de cartón y con unos botones como ruedas. De ahí arrancó mi tanatofilia. Ya mayorcito, como de unos ocho años, nunca me perdía un sólo funeral. Me asomaba ( sin ningún morbo, solo curiosidad infantil ) a la ventanita de los sarcófagos y les escrutaba el rostro a los difuntos. Luego les acompañaba en su viaje, según dicen, sin retorno. Aunque nadie me crea, no es cuento que yo he podido dialogar con algunos de aquellos que emprendieron el viaje "sin retorno" en mis días infantiles.
La imagen que yo tenía de la muerte no era tétrica, tampoco divertida, sino más bien indiferente, tal vez por el hecho de que nunca ví a los difuntos durante la agonía. Lógicamente me impresionaban las escenas de dolor de sus familiares dolientes, pero como a mí me negaron la muerte de mi abuelita, no pude sentir de verdad todo el peso de esa angustia y ese vacío que nos deja en el alma la partida de los que queremos. Todo esto cambió para mí cuando un accidente del que fui testigo le segó la vida a un niño llamado Carlitos Canavaciolo casi enfrente de nuestra casa. El hecho ocurrió una tarde previa al Día de Reyes, cuando su abuelita y el niño se bajaron de un omnibus de la línea Crespi que cubría la ruta Banes-Holguín. Venían de esa ciudad justamente a donde habían ido a comprar juguetes. Una vez dejaron la "guagua", el niño se le soltó de la mano a la abuela y salió corriendo para llegar de sorpresa a la casa y mostrar sus juguetes, y una camioneta negra, como embajadora de la muerte, conducida a toda velocidad le arrancó la vida al pequeño. Yo alcanzé a verlo todo . Los gritos de dolor de la abuela Y los de mi madre que no veía a mi hemanito y confundió el nombre de Carlitos por el de Ricardito aún repercuten en mis oídos. Mi hermanito, si mal no recuerdo, también presenció junto a mí el trágico accidente. Después vino el funeral, al que asistí junto a mi mamá. No quise ver el rostro del pequeño en el ataúd como era mi costumbre en los otros funerals de personas adultas. En ese momento creo que pude comprender el fenómeno de la muerte, y un sentimiento de desgarramiento y desolación se arraigó en mi interior. Desde ese acontecimiento entendí que la muerte era la separación, por lo menos aparente, entre los seres que se aman. Atiborré a mi padre de interrogantes a las cuales me quiso responder de alguna forma inteligible a mi edad. La muerte, según él, no era el final de nuestra existencia, sino el tránsito a una vida más plena, en una dimension Más real que la física. Me citó a Martí: "La última mirada de los moribundos nos indica una cita, no una despedida. La vida humana sería una invención repugnante y bárbara si solo estuviese limitada a la vida en la Tierra. No, la tumba es vía, pero no término". Yo veía a mi padre como a un cíclope. No había una sola pregunta o interrogante que le formulase que no me la contestara satisfactoriamente. Pero en esta ocasión no pudo convencerme muy fácilmente. El hecho estaba a la vista, la gente se moría y desaparecía para siempre. Le hice la misma pregunta a mi maestra y le conté la respuesta de mi padre al respecto. Quien me respondió fue su esposo, Don Alejandro,un hombre de trato un poco áspero. Me dijo: "nadie ha visto jamás a un muerto. Todo eso son pamplinas. Cuando a uno lo entierran siete pies bajo la tierra jamás vuelve a salir. Eres aún muy pequeño y no te dejes llevar por la fantasía que tu padre quiere meterte en la cabeza. Esos libros que Don Juan lee lo van a volver loco y si no te cuidas vas a terminar también loco o poeta soñador" A la distancia de los años y después de evidenciar una serie de fenómenos de la casuística paranormal, con una psicofonía, o la voz de un "muerto" grabada "accidentalmente" en mi computadora, le podría responder al Viejo Don Alejandro, si aún está en este plano físico, que le perdono su ignorancia con respecto a la "salida de sus tumbas" de los llamados muertos, porque para aquella época quizá nunca pudo leer sobre la evidencia científica del periespíritu o cuerpo espiritual, como le llamó el apóstol San Pablo a ese vehículo sutil que acompaña al espíritu antes de animar un organismo biológico y que le sigue en su nueva condición de espíritu liberto. Y tal vez en lo que podamos coincidir sea en lo de convertirme en un "poeta soñador". La verdad es que comencé este coqueteo con las musas desde mis días infantiles, cuando concurría a su casa convertida en plantel. dejándome a veces arrullar por la brisa entre las ramas del viejo canistel, donde a escondidas escribía mis primeros versos, mientras le oía a él riñendo con su hija o escupiendo una blasfemia.
Paquita era la hija de Zunilda y nieta del viejo Abella, un español oriundo de Asturias,por lo que bien pudo ser pariente nuestro, pero como el Viejo era tan inaccesible y de tan malas pulgas, nunca me acerqué a él para preguntarle. Lo recuerdo enfundado en un pantalón de pana, calzando botas y polainas de cuero. Acostrumbaba tocar la gaita, como buen asturiano. En el portal de su casa, que se miraba como escondida detrás de unos matorrales, veía en ocasiones al abuelo en compañía de Benita, su esposa y de Gallego, su hijo, que siempre pedía guerra hasta colmarle la paciencia a su mujer Panchita, que le replicaba:"mira, gallego no pidas tanta guerra. La guerra hasta en un apellido es mala". Posiblemente se estaba refiriendo a unos vecinos que se apellidaban Guerra. Conocí a Paquita mi primer día de clases . Comenzaba el curso escolar 1950-1951 y gobernaban los auténticos. Carlos Prío Socarrás presidía la República. Lo recuerdo muy bien porque yo coleccionaba los pasquines que pegaban a las paredes de las casas y de los negocios los activistas de los diferentes partidos políticos. Mi sobrino Pepe me ayudaba a limpiar el gallinero de casa y blanquear con lechada las paredes para alejar el desagradable olor de la caca de las gallinas. Sobre aquellas paredes colocábamos los pasquines de los diferentes candidatos, sin reparar en signo político alguno. Nuestra imaginación infantil no hacía esas distinciones. Sólo queríamos jugar a la política. Pepe organizaba los mítines a los que acudían nuestros amiguitos de la escuela. Paquita siempre me traía pasquines de los auténticos, porque creo que en su casa simpatizaban con esa corriente. Nunca olvido a uno de aquellos carteles que mostraba al Dr. Ramón Grau San Martín sonriendo sobre un fondo muy azul y el ícono del PRC en una esquinita del mismo. Paquita era una niña un poco bobalicona o quizás demasiado ingénua y los niños de la clase, los más despiertos, le gastaban unas bromas muy pesadas. Yo siempre salía en su defensa y alejaba a los mocosos impertinentes. Estos a su vez me acusaban con la maestra de que nosotros éramos novios a escondidas. No era cierto cierto, pero para llevarles la contraria yo nunca lo negué. Paquita se lo creyó y una mañana en el patio de la escuela, mientras nos formábamos para entrar, me dió un besito en la mejilla. Sólo teníamos cinco años de edad. Los chicos revoltosos y sobre todo algunas niñas un poco chismosas, lo comentaron en la clase. Desde ese día fuimos oficialmente novios. Para llegar a la escuelita cruzábamos una cañada, que siempre se mantenía seca, salvo en los días de los grandes aguaceros, cuando los ríos se desbordaban. Esta cañada nacía en las márgenes de un río que estaba muy distante del lugar y que atravesaba unos potreros que colindaban con el Cementerio Norte del pueblo. Según contaban algunos adultos, cuando la cañada crecía, se veían flotar de vez en cuando fragmentos de lápidas y hasta restos humanos que el río arrastraba y literalmente arrancaba de sus tumbas. Todo es posible. Una vez, el tío de Paquita nos mostró, ante nuestros asombrados ojos infantiles, un crucifijo metálico de esos que colocan sobre los ataúdes. Cerca de la escuela los hermanos Isla tenían un aserrío y casi todas las semanas volcaban toneladas de aserrín en las orillas de la cañada. Los niños más pequeños nos divertíamos muchísimo deslizándonos por esos montículos de aserrín en unas yaguas.. Paquita siempre me acompañaba en las deslizadas abrazándose fuertemente a mis espaldas, mientras oíamos a su abuelo soplar la gaita. EL BOMBON DE ELENA Antes de que se pierda para siempre en el olvido, quiero rescatar de entre las sombras del recuerdo a esta vieja imagen: un hombre menudito, algo enjuto, arrastrando con cierto esfuerzo un enorme carro, a modo de display ambulante, donde exhibía una gran variedad de gorritos y cachuchas que mostraban en la visera la leyenda EL BOMBON DE ELENA. La leyenda en cuestión aludía a una plena portorriqueña, muy popular en Cuba en aquellos lejanos días del año 1956. Justo el día seis del mes de septiembre de aquel año comenzaron en Banes, en la antígua provincia de Oriente, los Carnavales de la Alegría, que fueron inaugurados por el dictador Fulgencio Batista en una breve visita al terruño que lo vio nacer en el año 1901 en un humilde bohío de la barriada La Güira. Hijo de padres también muy humildes, don Belisario Batista y doña Carmela Zaldívar, quien murió siendo Batista un muchacho, tuvo que ser criado por su madrina, doña Plácida, una viejecita de canas muy blancas, que contrastaban con su tez morena y a quien Tito Gómez le cantó alguna vez. Batista, que era narigonero y creyó ver la oportunidad de hacerse "alguien" enrolándose en el ejército para salir de la miseria, le robó un reloj de leontina de oro a su patrón, Don Emilio Galicia, un pequeño terrateniente, a quien conocí en los años sesenta y él mismo me contó la anécdota. Batista vendió o empeñó (no estoy seguro) este reloj en ocho pesos para irse a La Habana y enrolarse en el ejército, donde se hizo telegrafista y taquígrafo y luego ascendió a sargento. El resto es historia. Lo que tal vez no sepan muchos es que este hombre convertido en General y Presidente en el año 1940 con el apoyo de los comunistas, regresó al terruño natal y quiso sepultar el incidente del robo, regalándole a la ciudad un enorme reloj público, que luego las turbas fidelistas destruyeron, así como decapitaron los bustos de Doña Carmela y de don Belisario. Volviendo al día en que Batista entraba a la ciudad por la carretera de Veguitas, recuerdo que me perdí entre una multitud conformada en su mayoría por batistianos "botelleros". Gente que nunca trabajaba, ni disparaba un chícharo y que recibía puntualmente una jugosa pensión cada mes, entre ellos se destacaban los Baudín. Ya aludiré a esta ralea más adelante. A la sazón yo acababa de cumplir los once años y recuerdo que me sentí apabullado entre tanta gente. Un señor amable, amigo de la familia, me ayudó a trepar al "capó" de un viejo camión pintado de azul. La caravana que acompañaba al dictador se detuvo a unos pasos del entonces flamante Garage Moderno y entonces escuché por primera vez en mi vida una descarga de fusilería saludando al presidente, que aún repercute en mis oídos. Desde aquel "capó" convertido en una improvisada atalaya logré ver la Figura de un hombre amulatado, con una perenne sonrisa fotográfica, vistiendo una guayabera blanca y enfundado en unos pantalones de dril cien, que saludaba con el brazo extendido hacia una multitud que frenética lo vitoreaba con unas voces casi roncas que se perdían en el estruendo de una conga. Recuerdo que seguí a la multitud enloquecida, que se detuvo de nuevo en un punto de la avenida de Cárdenas, para que Batista saludara a los políticos y demás representatives que le salían al encuentro. Luego la conga, esta vez coreando el estribillo: "Batista Presidente no conoce rival/ está garantizado por el voto popular" continuo hasta la entrada hacia el barrio de los americanos o La Compañía, como le había identificado el pueblo a estos predios. Estaba "separado" (es sólo un decir) del resto de la ciudad por un puente sobre el río Banes, que cortaba en dos mitades la región. Los Díaz Balart eran los anfitriones del Presidente y de su comitiva .El doctor Díaz Balart, el patricio, era un notable abogado muy querido por todos los banenses sin importar el signo político. Don Rafael era amigo de Batista, incluso llegó a formar parte de su gobierno como Ministro. Curiosamente era suegro de Fidel Castro. Su hija Mirta, una hermosa joven de ojos verdes y muy culta, fue desposada por "la bestia de Birán", en una ceremonia religiosa que tuvo lugar el día 12 de octubre del año 1948, en la parroquia de Nuestra. Señora de la Caridad del Cobre. El único templo católico en toda la ciudad. Según cuentan los testigos (quien esto escribe contaba entonces tres años y de ninguna manera puede atestiguarlo), Fidel Castro tuvo que salir, en compañía de sus secuaces, por la puerta trasera del templo porque a la entrada le esperaba un grupo de sus rivales tiratiros. No hay que olvidar que a comienzos de ese mismo año, 1948, según las notas publicadas por el diario comunista "Hoy", es asesinado el líder rival de Fidel en la FEU, Manolo Castro y le atribuyen la autoría del crimen a Fidel Castro, y en julio, unos seis meses después, citando siempre la misma fuente, el periódico "Hoy", sus enemigos "tiratiros", como él mismo, le organizan un atentado el día siete, por lo que no me extraña que esos mismos enemigos viajaran hasta Banes para liquidarle. Me he estado perdiendo un poco en el relato y me alejo del tema principal que es evocar aquel Carnaval de la Alegría en mi terruño amado. Contando con la aprobación del Presidente Batista, Delfín Rodríguez Silva, un notable periodista local y además corresponsal acreditado del periódico capitalino Avance, instituyó el Día del Banense Ausente y los consulados cubanos en todas partes del mundo extendieron invitaciones a los banenses desparramados por doquier. Recuerdo la visita de una prima, a quien sólo conocía de oídas, que estaba viviendo con su esposo en New York y aprovechó la oportunidad para visitarnos. También recuerdo su comentario: "Este hombre, Batista, no me simpatiza porque una vez se ligó a los comunistas, pero no dejo de agradecerle el que haya podido verlos a ustedes gracias a su generosidad ."¡Qué viva Batista!". Recuerdo la apertura del carnaval. En el viejo parque Cárdenas habían levantado una enorme tarima por donde desfilaron una serie de figuras de la farándula popular de entonces: Las Mulatas de Fuego, la pareja de baile Ana Gloria y Rolando (Ana Gloria era banense, prima de mi amigo Alfredo Varona, compositor y locutor de la radio local) y quizás la imagen que no me van a arrancar nunca de la memoria, ni siquiera el mal de Alzheimer, es la de Olguita Guillot, vestida de azul, color que contrastaba con su hermosa piel canela, interpretando aquellas "Lágrimas del alma", que todavía me conmueven cuando las oigo en mi CD player.. Se engalanaron las calles con motivos de cada país. Recuerdo la calle que corría paralela a la Delfín Pupo, donde yo vivía. La habían engalanado con motivos mexicanos. Allí vivían los padres y hermanos de Carlitos Baudin, mi inseparable amigo de esos años, más tarde convertido en un esbirro castrista. No puedo olvidar la primera noche de carnaval. El me llevó a su casa para que su mamá, Rosalina, nos pintara el rostro con un corcho ahumado. La señora me pinto unos bigotes cantinflescos y unas largas patillas. De las paredes de su casa me asediaban unas sonrisas estáticas del mismo hombre que había visto en la tarde de ese día. Jamás he encontrado una iconografía batistiana en una casa cubana como la que ví aquella noche en la casa de los Baudin. Yo creo que supera a la fidelista y guevariana de las casas y centros laborales de la Cuba actual, y eso es mucho decir. El padre de Carlitos, Antonio Baudin, era consejal de la Alcaldía local por un partido batistiano y chivato además de la policía, uno de los que cobraban un cheque por treinta y tres pesos y treinta y tres centavos. Los famosos treinta y tres, treinta y tres. Su hijo mayor, Toñito, era tigre de Masferrer y manejaba un jeep que le había facilitado esa organización de matones, al que no le cabía una calcomanía más del Hombre Fuerte de Cuba. Después del triunfo revolucionario de 1959 esa misma ralea encontró un sitio entre los esbirros y chivatones castristas. El viejo Antonio Baudin era el responsible del frente de Vigilancia y Orden Público del Zonal de los CDR donde yo vivía. La vieja Rosalina,escondió las cazuelas y los collares de la regla de Ocha y se volvió auxiliar del Departamento de Orden Público (la policía castrista). Una vulgar chivata, y su hijo Toñito, el antíguo tigre de Masferrer, un vago y borracho consuetudinario, murió carcomido por la sífiles, después de "limpiar" de "vagos" la ciudad, en una supuesta operación de "profilaxis" social . Eufemismo castrista para nombrar a las redadas policíacas que reprimieron a lo más florido de la juventud cubana de los años sesenta, cuando el regimen implantó las odiosas y tristemente recordadas UMAP, que desaparecieron gracias a la crítica de intelectuales y poetas lúcidos, como Ginsberg, que visitaban la isla entonces. Deslumbrados por lo que parecía ser un paraíso, tuvieron la honestidad de denunciar al mundo esa afrenta a la condición humana, que recordaba a los gulags estalinistas. Las UMAP desaparecieron, dejando una huella imborrable en los que las padecieron y salieron vivos de aquel infierno, pero la represion sistemática había sido establecida desde mucho antes y se mantiene vigente hoy día, como único modo de sostener en el poder por más de cuatro décadas al émulo de Stalin en nuestra sufrida Patria. René Dayre Abella, escritor y poeta cubano (Banes, 1945), publicará en breve La piel de la memoria, de la que forman parte estos capítulos, así como un libro de poemas. Vive en Chula Vista, California. |
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